LO QUE NO PUBLICAMOS:
- No publicamos mensajes violentos, agresivos, difamatorios, obscenos, vulgares, de odio, amenazantes, pornográficos o de algún otro tema que de alguna forma viole las leyes vigentes.
- No publicamos mensajes con incitación o evocación de prácticas ilegales.
"DE LA TIERRA TODA" SE PUBLICA DESDE CARACAS, VENEZUELA.
Contacto: delatierratoda@gmail.com
Twitter: @delatierratoda
Imagen de la cabecera:
http://cbrhackinglab.wordpress.com/2010/04/05/globo-terraqueo-bajo-gnulinux/

Gracias a los que se esfuerzan por leer.

LEE

sábado, 22 de enero de 2011

Mi propio 23 de enero de 1958

Por: Gilberto Parra Zapata
gparraz2@hotmail.com



Confieso que en 1997, al igual que la gran mayoría de los
venezolanos con edad suficiente para recordarlo, pasé por
alto por primera vez una fecha que en otros años era para mí
motivo de recordación y de reflexión. De no ser porque por
mera casualidad sintonicé el programa televisivo de Napoleón
Bravo por Venevisión, ni siquiera la habría recordado.
Esta es la lamentable indiferencia a la que de una manera ex
profesa nos han conducido justamente quienes se han lucrado
política y econonómicamente de los que lucharon y se
sacrificaron para que los acontecimientos de ese día hayan
sido posibles. No voy a a hacer un análisis político porque
no tengo aptitudes para ello, pero con permiso de los lectores
voy a relatar brevemente el 23 de enero de 1958 que me tocó
vivir. Para esa fecha muchos de los venezolanos de hoy no
tenían la edad suficiente para recordar, pero otros sí la tenían
pero no quieren recordarlo. En mi caso yo sí tenía la edad suficiente
para recordar, pero además tengo el ánimo y el deseo
de revivir esos acontecimientos desde mi óptica.
Para ese entonces yo era un adolescente, estudiante de tercer
año de bachillerato en el Instituto Santos Michelena de Caracas,
con una virginidad increíble en política e incauto ante
la vida. El día 7 de enero de 1958, cuando nos tocó retornar a
clases después del receso de fin de año de 1957, en Caracas
se respiraba una pesada atmósfera. Una semana antes se había
producido en el país una rebelión militar encabezada por
Hugo Trejo, la cual fue sofocada por el gobierno del general
Marcos Pérez Jiménez. Vivíamos en medio de una ciudad que
bullía de rebeldía. En noviembre del año anterior las células
clandestinas del Partido Comunista habían reclutado para la
lucha a un grupo de jóvenes, casi niños, entre los cuales yo
me encontraba. Las vacaciones navideñas fueron apenas un
paréntesis. Por eso cuando una soleada mañana del primero
de enero de aquel año de gracia, sobre el cielo de una Caracas
amanecida de alcohol, un par de plateados aviones militares
hacía piruetas, ¡cómo nos impactó aquella escena! Veíamos
asombrados cómo iban en sentido oeste-este sobre la adormecida
ciudad, luego se devolvían a la altura de la Colina
de Los Caobos, sobre la antena transmisora de Televisa (hoy
Venevisión) y se enrumbaban otra vez en sentido este-oeste
hasta el centro de la ciudad, y así estuvieron largo rato.
Luego cayó la tarde de ese primero de enero y sobre el
claroscuro del crepúsculo otro avión miliar sobrevolaba la
ciudad, y desde diversos puntos se dibujaba el haz luminoso
de las trazadoras del fuego antiaéreo. El avión huyó entre
la mirada perpleja de los curiosos que miraban ansiosos
al firmamento. Más tarde cayó sobre la ciudad una espesa
penumbra, pues el régimen había declarado la emergencia,
con la orden expresa de apagar todas las luces. Más tarde,
el acosado dictador Pérez Jiménez se dirigió al país por cadena
de radio y TV. Su voz, de suyo gagareta, aquella vez
temblaba de ira o de miedo, pero conminaba a rendirse a los
rebeldes. Toque de queda, ley seca, cero abrazos de fin de
año y suspensión de garantías constitucionales fue la secuela
inmediata de aquella asonada castrense.
Al día siguiente, 2 de enero, todo era rumores. Después
se supo que los rebeldes habían tomado la ciudad de Los
Teques en su camino a Maracay y desde allí radiaron consignas
por la emisora Radio Miranda. Luego vino la calma,
siempre presagiosa que precede a la tempestad y como secuela
de todo ello, el desmoronamiento progresivo y constante
de la dictadura. La gente comenzó a desafiar el terror
de la tenebrosa Seguridad Nacional. Días después se reanudaron
las actividades y todo parecía volver a la normalidad,
incluyendo las clases, pero todo era falso porque la Universidad
Central estaba clausurada desde el 21 de noviembre
del año anterior, y en las escuelas y liceos lo que menos se
hacía era impartir clases. La orden que había dado la resistencia
clandestina, obedecida espontáneamente por los
ciudadanos, era que los estudiantes acudieran a sus clases,
pero así mismo cada tarde ir a manifestar a El Silencio su repudio
a la dictadura. En el Instituto Santos Michelena había
un minúsculo grupo, no más de 10 estudiantes, que fielmente
lo hacíamos, siguiendo ciegamente consignas políticas.
Subrayo ciegamente pues éramos demasiado ingenuos para
comprender que se nos estaba utilizando como carne de cañón.
Sin embargo, ¡con qué frescura, con qué entusiasmo
y con qué valentía lo hacíamos! La tarde del día de enero
que soltaron un burro con gorra militar en la plaza Urdaneta
para ridiculizar al general Néstor Prato, recién nombrado
ministro de Educación, casi lo tomamos como un jolgorio y
nos divertimos de lo lindo con la ocurrencia.
Por razones de espacio no vamos a detallar todo cuanto
ocurrió en las tres semanas que separan el día 1 al día 21 de
enero, pues no es el propósito de esta crónica, y además el
lector dispone de un abundante arsenal bibliográfico, entre
los cuales destaca el libro escrito al alimón por Guillermo
García Ponce y Francisco Camacho Barrios, quienes lo describen
en forma magistral. Sólo diremos que el día martes 21
de enero fue la fecha señalada para el comienzo de la huelga
que a la postre habría de dar al traste con la dictadura.
No obstante que la consigna era el no concurrir a los sitios
de trabajo o de estudios, acudimos a la cita que la dirigencia
clandestina nos fijó a las 8 de la mañana en el parque Carabobo.
Engañamos a nuestros padres diciéndoles que íbamos
a clases y en vez de ello seguimos ciegamente a los activistas
políticos, quienes nos condujeron hasta el barrio Marín
en los altos de la parroquia San Agustín del Sur. Eludimos
expresamente pasar frente al edificio de la Seguridad Nacional
en la plaza Morelos y en su lugar tomamos el camino
más largo hacia puente Sucre y a la avenida principal de esa
barriada. Allí, donde hoy se encuentran los bloques de La
Yerbera, nos esperaban los líderes comunistas. Hoy día lo
entiendo así y comenzamos a trepar entre gritos, consignas y
volantes subversivos las estrechas callejuelas de los barrios
que se empinan sobre el valle de Caracas. Entre barricadas
y alcantarillas removidas para impedir el paso de los coches
patrulleros se marcó una raya entre la rebeldía y la ley de
la dictadura, por lo cual los barrios Marín y La Charneca
quedaron aislados. Todo era ebullición, solidaridad y protesta
entre los humildes habitantes de esas barriadas. En una
de esas casas llegamos a ver cientos de cócteles Molotov.
Alguien dio un mitin relámpago. Esa escena de la Caracas
alzada contra la dictadura que pasó ante mis ojos como una
película surrealista, aún la conservo grabada en forma indeleble
en mi memoria.
Aproximadamente a las 3 de la tarde sentí miedo y fatiga
y resolví alejarme de esa marmita sin despedirme de mis
compañeros. El camino de regreso a mi casa en Sarría fue
una peligrosa aventura. Aún no comprendo cómo no me
mataron de un balazo o me salvé de que me detuvieran. Más
bien debo relatar la nota humana de unos policías, quienes
al verme vestido con mi uniforme liceísta de color kaki me
instaron a que apresurara el paso hacia mi casa, a donde
llegué a eso de las cinco de la tarde. Mi familia estaba preocupada
por mi seguridad física. Me creían muerto o preso.
La piadosa mentira de que no había podido regresar por falta
de transporte estoy seguro que me la creyeron a medias. A
eso de las seis de la tarde el Gobierno decretó el toque de
queda. A partir de allí, la ciudad se sumió en medio de la
oscuridad y de un pesado silencio, sólo perturbado por el
hosco latigazo de los disparos. Sintonicé la onda corta de un
potente aparato de radio que había en mi casa y logré captar
una emisora de Brasil donde se trasmitían noticias de Venezuela.
Allí terminé de entender cuán seria era la cosa. Se
presentía la llegada de una guerra civil. En esos menesteres
estuve desvelado hasta la alta madrugada.
El día 22 amaneció tenso. La prensa escrita, obedeciendo
la orden de paro, no circuló. Tampoco se trasmitían noticias
por la radio y TV, al contrario, pasaban insulsas películas
argentinas de Pepe Arias y Luis Sandrini. En la mañana me
enteré que dos de mis compañeros, menores de edad, habían
sido detenidos. Igualmente, a un vecino del barrio lo
habían baleado miserablemente. En horas de la tarde, muy
cerca de mi casa, un malvado policía, por puro placer, mató
alevosamente de un balazo de fusil a un joven transeúnte.
Al fin cayó la noche y el toque de queda volvió a imponer
un orden fúnebre a la ciudad. Otra vez los noticieros extranjeros
se escuchaban a mínimo volumen por todos en la
casa. A las 11 de la noche, vencidos de sueño, nos fuimos a
la cama.
En la alta madrugada, vencido en un sopor medio despierto
medio dormido, sentí un vago ruido de motores. Se
trataba de un furtivo avión que sobrevolaba la ciudad dormida.
Después se supo que en ese avión huía despavorido el
dictador. Un rato después, un ensordecedor ruido de fanfarrias,
cornetas y gritos despertó a la ciudad. Sintonizamos la
radio y escuchamos la voz metálica de Fabricio Ojeda. ¡Albricias,
la dictadura de Marcos Pérez Jiménez había caído!
Salimos a la calle a unirnos al jolgorio. Nunca antes ni después
he presenciado una manifestación semejante de júbilo
popular. Sin temor a equivocarme puedo afirmar que ese
fue el único momento de verdadera felicidad colectiva que
ha tenido el pueblo venezolano. Las calles se encontraban
desbordadas de alegres y bulliciosas caravanas. La gente se
abrazaba emocionada.
A media mañana acudimos a la sede de la asediada Seguridad
Nacional, situada en la avenida México de Los Caobos.
Las Fuerzas Armadas y el pueblo formaban una inmensa
multitud. La gente se confundía con la tropa. Los oficiales
instaban a la gente a retirarse. Desde la azotea de la Escuela
Experimental Venezuela y del convento San José de Tarbes
fuimos testigos de excepción de la toma del edificio de la
Seguridad Nacional por parte del Ejército. Miles de enardecidos
ciudadanos, sedientos de venganza, con palos, mandarrias y tubos en mano 
clamaban porque el Ejército les entregara a los esbirros con el fin de lincharlos. 
Más temprano habíamos presenciado en las afueras del hospital de la Cruz
Roja en San Bernardino, cómo un desdichado esbirro había
quedado hecho un guiñapo por la furia popular. De repente la
tropa comenzó a disparar al aire para que los civiles presentes
les dejaran el campo libre para la toma definitiva del edificio
de la Seguridad Nacional. Yo no presencié la toma propiamente
dicha, pues huí despavorido. Sentía materialmente la
metralla en mis oídos. Después supe que evacuaron a los esbirros
y se los llevaron bien lejos en unos autobuses. Así se
evitó una segura masacre por parte de la turba enardecida.
Días después, cuando regresamos a clases en el Instituto
Santos Michelena, encontramos a su director, el profesor
Neftalí Duque Méndez, de lo más conciliador, pero los jóvenes
contestatarios, entre los cuales yo me encontraba, lo
insultamos, lo vilipendiamos y lo acusamos injustamente de
perezjimenista, pero era nuestra manera de desahogarnos en
esa hora de explosión popular. El profesor Duque Méndez
se defendió alegando que el estudiantado del Instituto Santos
Michelena había sido muy pasivo con la dictadura, pues
hasta el propio 21 de enero, a pesar de la huelga convocada,
hubo estudiantes que concurrieron a clases. Hoy digo que
eso es una media verdad. Los 7 u 8 estudiantes que aparentemente
fuimos a clases constituimos el puñado de vanguardia
que ese día acudió a la cita histórica del derrocamiento
de la dictadura, aunque también es verdad que ninguno de
nosotros teníamos la menor idea de lo que era una dictadura,
mucho menos del significado de la democracia.
Así fue mi 23 de enero de 1958. Cada ciudadano venezolano
que vivió esa fecha podría relatar su propia historia.
Con toda seguridad los que medraron y aún medran con los
hechos históricos de ese memorable día se quedarán callados
una vez más, pues ellos han tendido un manto de silencio y de
olvido sobre esos hechos, cuyo desarrollo posterior hoy llena
de frustración a la inmensa mayoría de los venezolanos.


©Gilberto Parra Zapata

Nota: este artículo es un fragmento del libro 
Sarría en el corazón (Memorias de un sarrieño de los años 40 y 50)
ganador del Concurso "Historias de barrio adentro"

elperroylaranaediciones@gmail.com
imprentadeanzoátegui@gmail.com

No hay comentarios: